El amor idealizado: la herencia invisible
Esto no es una seguidilla , es parte d la historia ...
La educación del amor
¿Quién no se ha enamorado alguna vez?
Ese primer amor dulce, torpe y tierno que nos revoluciona el alma y nos hace sentir invencibles.
Somos afortunadas de haberlo sentido, sí…
pero también somos hijas de una generación que aprendió a amar mirando hacia atrás, no hacia dentro.
A muchas nos entrenaron para el amor como si fuera una carrera de fondo:
primero ser bonitas, luego deseadas, luego esposas.
Y en algún punto de esa ruta, dejamos de ser niñas.
La historia que nos enseñaron
En la época de nuestras madres —y aún antes—, el matrimonio no era una elección romántica, era una transacción social.
Un buen matrimonio era un logro, una garantía, una obediencia.
Y muchas de nosotras crecimos escuchando, sin palabras, ese eco:
que el amor era el premio a la buena conducta,
y la boda, el sello de aprobación.
Yo lo viví en carne propia.
Fui madre adolescente.
Mis padres soñaban con verme casta, vestida de blanco, saliendo del brazo de un hombre decente.
Y por supuesto, mi hermana mayor ya había cumplido el sueño familiar:
prudente, devota, perfecta.
Recuerdo su vestido, el pastel, las flores, y a mi madre inflándose de orgullo.
Yo era apenas una niña, pero entendí el mensaje:
“Así debe verse una buena hija.”
La rebelde
Pero el alma no siempre obedece.
Los años pasaron, y yo crecí con un torbellino dentro.
No porque quisiera ser “la mala”,
sino porque el mundo me quedaba incómodo.
Tenía frustraciones que nadie entendía: mi cuerpo, mis silencios, mis enojos, mi entorno.
Padres mayores, sin puentes para comprender a una hija que no encajaba.
Hermanas adultas, ya convertidas en señoras.
Y yo, atrapada entre generaciones, encontrando refugio solo en los primos de mi edad:
los tres terribles, los libres, los que no cabían en los moldes.
El inicio de mi génesis
La adolescencia me llegó como un vendaval.
Me gustaban los chicos de cabello largo, los de sonrisa tímida, los que olían a libertad.
Y sí, tenía suerte… o eso creía.
En esa transición de niña a mujer, no supe canalizar mi mente ni mi cuerpo.
Y así nació mi génesis:
a los 15 años me convertí en madre.
A los ojos del mundo, el sueño del vestido blanco se había roto.
Pero en mi corazón, nacía algo mucho más grande: mi hija.
La adultez antes del tiempo
A los 16 me uní al padre de mi hija.
A los 21 ya tenía tres hijos.
Y aunque pensé que estar casada me hacía “normal”,
hoy, con 44, entiendo que nada de eso fue normal.
No es normal criar bebés cuando tú misma estás aprendiendo a cuidarte.
No es normal pensar que el matrimonio arregla la falta de rumbo.
No es normal llamarle amor a la necesidad de ser aceptada.
Amo a mis hijos con el alma.
Ellos son mi milagro y mi motivo.
Pero este blog tiene que ser honesto:
no hay que romantizar el traer hijos al mundo sin preparación, sin madurez, sin hogar ni sostén emocional.
Porque luego son esos mismos hijos los que cargan el peso de una crianza que no supimos dirigir.
🌙 La ruptura y el renacer
A los 24 años, la historia terminó.
No con drama, sino con la claridad de quien despierta de un sueño demasiado largo.
Me divorcié del padre de mis hijos y, por primera vez, me miré al espejo sin títulos, sin anillos, sin el peso del “deber ser”.
No fue fácil, pero fue real.
Entendí que el amor no siempre es eterno,
que a veces se cumple solo para dejarnos una enseñanza.
Y también comprendí que una mujer no fracasa por separarse,
fracasa solo cuando se abandona a sí misma.
🌿 Ritual de conciencia
1️⃣ Escribe tres frases que empiecen con “Hoy ya no necesito…”
(Ejemplo: Hoy ya no necesito demostrar que soy suficiente.)
2️⃣ Léelas frente al espejo y repite una vez: “Me permito amarme sin condiciones.”
3️⃣ Guárdalas. Son tu declaración de libertad.
Cierre:
El amor idealizado fue mi escuela,
pero el amor propio fue mi graduación.
Y aunque me tomó media vida entenderlo,
al fin descubrí que no nací para ser elegida…
nací para elegirme. 💫
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